Leer y leer
Siento una punzada en la
barriga. La misma que sientes cuando te dan de golpe y porrazo una noticia que
no esperas. A mí, cuando me dicen que ya no se lee, se me encoge el cuerpo. Te
lo dicen como si los libros formaran parte de otra época y otro tiempo. Los hay
que se regañan cuando tú le nombras el título de un libro, escondiendo detrás
de ese gesto un poco de burla. Los más agoreros están seguros de que
desaparecerán por completo.
Este verano me ha pasado en dos ocasiones. La primera vez fue en una papelería que, además de vender libretas, gomas y afiladores, también vendía libros. La otra vez fue en una joyería que, sin saber qué nos llevó a la conversación, la dependienta me suelta: “Es que la gente ya no lee”. Y los que lo dicen se quedan tan frescos, sin parpadear. Lo que sí está claro es que ellos todavía no han descubierto lo que hay detrás de un libro.
Tengo un recuerdo de esos años. La biblioteca pública estaba enfrente de mi casa y yo esperaba con emoción todas las tardes a que abriera. Respetaba el silencio que decía el cartel de la puerta, y me sentaba en una mesa a leer la única colección de libros infantiles que había en la estantería. Contaba la historia de un elefante que vivía aventuras en el campo. Cogía un libro, lo leía, lo cerraba y al día siguiente volvía. Era una sensación fascinante entrar en ese lugar sagrado para mí, en el que me sentía diminuta al lado de tantos escritores que entregaban su sabiduría en cada página. Después empezaron a regalarme libros para Reyes o para mi cumpleaños. Y empecé a rodearme de libros y de personas que entendían los pequeños milagros que te ofrece la lectura. No hace falta enumerar esos milagros, porque cada cual sabrá qué le aporta los diferentes argumentos. A unos un recuerdo. A otros una sonrisa olvidada.
Se lee. Estoy segura. Habrá quien coge un libro de forma natural mientras otros todavía no se han atrevido a abrirlo. Los libros no van a desaparecer nunca. Porque todavía hay personas que saben que hay emociones que solo las encuentras en un libro.
Este verano me ha pasado en dos ocasiones. La primera vez fue en una papelería que, además de vender libretas, gomas y afiladores, también vendía libros. La otra vez fue en una joyería que, sin saber qué nos llevó a la conversación, la dependienta me suelta: “Es que la gente ya no lee”. Y los que lo dicen se quedan tan frescos, sin parpadear. Lo que sí está claro es que ellos todavía no han descubierto lo que hay detrás de un libro.
Tengo un recuerdo de esos años. La biblioteca pública estaba enfrente de mi casa y yo esperaba con emoción todas las tardes a que abriera. Respetaba el silencio que decía el cartel de la puerta, y me sentaba en una mesa a leer la única colección de libros infantiles que había en la estantería. Contaba la historia de un elefante que vivía aventuras en el campo. Cogía un libro, lo leía, lo cerraba y al día siguiente volvía. Era una sensación fascinante entrar en ese lugar sagrado para mí, en el que me sentía diminuta al lado de tantos escritores que entregaban su sabiduría en cada página. Después empezaron a regalarme libros para Reyes o para mi cumpleaños. Y empecé a rodearme de libros y de personas que entendían los pequeños milagros que te ofrece la lectura. No hace falta enumerar esos milagros, porque cada cual sabrá qué le aporta los diferentes argumentos. A unos un recuerdo. A otros una sonrisa olvidada.
Se lee. Estoy segura. Habrá quien coge un libro de forma natural mientras otros todavía no se han atrevido a abrirlo. Los libros no van a desaparecer nunca. Porque todavía hay personas que saben que hay emociones que solo las encuentras en un libro.
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