Afuera y adentro


Existe una proporción directa. Cuando cambia el clima, cambiamos de estado de ánimo. Hay personas que prefieren el invierno y son felices saltando los charcos y abrigados hasta el cuello. Otros desean el verano, y buscan cualquier momento para pasear por la orilla y que sea el agua salada la que ahogue los problemas. El frío está costando que llegue, pero, lo está haciendo con suficiente delicadeza para ensombrecer a aquellos que se sienten apagados con los días grises. Y, además, los primeros decorados navideños aparecen y van directos a las cicatrices que creemos curadas y que llevan los nombres y apellidos de las personas que echamos de menos.
Nos gustaba que llegara noviembre, porque era un mes de cumpleaños y hacíamos los primeros borradores de las cartas de los Reyes. Mirábamos la lluvia detrás de la ventana y con los ojos abiertos como platos, seguíamos el ritmo armonioso del agua que bajaba por la calle. El chocolate caliente pringaba la cara y un poco la punta de los dedos. Las canciones no eran tristes, cantábamos dando gritos, porque nos creíamos propietarios del tiempo que sujetábamos en las manos. No teníamos prisa para gastarlo.
Miro al señor que está sentado en el muro que está enfrente de mi ventana. No es el mismo de mi infancia, pero todas las personas mayores tienen los mismos gestos y la misma piel arrugada, como si heredaran las facciones. Me recuerda al que veía en aquella época. Lleva un gorro y un abrigo de lana con el que se protege el pecho. Está intentando aprovechar los rayos de sol, para calentarse las manos y secar el vacío de los días grises y fríos. Está cabizbajo. Sujeta el bastón con fuerza, agarrando el tiempo que le queda, que puede ser mucho o poco. Mirándolo así, desde mi ventana, veo la mejor definición del paso de los años y del efecto del cambio de temperatura.
Tenemos el cuerpo frío y, cuando el exterior también se enfría, lo sentimos con más intensidad. Y duelen los días grises, las canciones tristes y la lluvia. Aunque no llueva como llovía cuando éramos pequeños, que vivíamos sin preocuparnos por el mundo que nos esperaba afuera.

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