El escarmiento


Servía copas y hacía bocadillos de carne mechada. La especialidad de la casa. Su jornada laboral comenzaba a las siete y media y no paraba hasta las cuatro y media. Nueve horas seguidas que lo dejaban agotado y cansado como un perro. Tenía diecisiete años. Fue su padre el que habló con un conocido para que empezara a trabajar en el bar, porque no podía estar todo el día tirado en el sillón desconociendo la dureza de la vida. El salía cada mañana a regañadientes. No le gustaba lo que hacía y sentía arcadas con los olores a fritanga y con los vahos a ron. Intentaba ilusionarse con alguna chica que entraba a pedir un bocadillo de carne mechada o un café con leche. Intercambiaba cortésmente con ellas algunas palabras, sin llegar más lejos.
Aquella joven era un imposible. Era la bibliotecaria del pueblo y venía cada mañana a pedir los cortados para el conserje y para ella. Con un libro en la mano, toda su presencia era sabiduría y buen estar. Educada, ordenada en sus movimientos y limpia en sus palabras. Solía darle alguna broma para verla sonreír a través de sus dientes blancos y brillantes, pero cuando le hablaba del último libro que estaba leyéndose, él se marchaba a fregar los vasos sucios que se acumulaban en el fregadero. No quería que descubriera que había dejado los estudios con catorce años. Cuando la joven le pagaba los cortados, él procuraba rozarla para sentir la suavidad de su piel. Esa sensación le duraba hasta que llegaba a la soledad de su habitación, en la que se encerraba para no escuchar la voz de su madre repitiéndole una y otra vez que intentara coger el rumbo de su vida, que ese bar no era futuro para un joven como él. Y su madre estaba en lo cierto. Se estaba dando cuenta de que tenía que reaccionar si no quería vivir con un amor inalcanzable.

Comentarios