Alejada del mar


Llego a Madrid dejando atrás la calima de estos días. Aquí el aire está frío y las miradas heladas. La gente va a lo suyo, y yo soy una más que atraviesa la Gran Vía. Miro asombrada las luces de los escaparates, como si fuera una niña pequeña que llega por primera vez a un parque de atracciones. Respiro Madrid y en cada inhalación me llegan imágenes de las otras veces que me he adentrado en esta ciudad. De todas recuerdo mi necesidad de ver el mar y tocar la orilla de la playa.  A este aire le falta el olor a salitre. Y un poco de arena que caliente las manos.
Llevo una mochila pequeña en la espalda, con la ropa justa para estos días. No pesa porque la rutina la he dejado a dos horas y media de avión. Veo historias en las esquinas de los edificios y en los ojos de las personas con las que me cruzo. Las emociones no varían mucho de un lugar a otro. Son las mismas. Desde que me bajé del avión, he visto tristeza, niños alegres y ancianos arrastrando su soledad. Las conversaciones se mezclan unas con otras y se amplifican en la boca del metro, como si a nadie le importara airear sus secretos. En los bares se palpa el estrés y el ajetreo, los platos vuelan por los aires y las comandas se confunden unas con otras. Atrapo todos los detalles y cada instante. No quiero que nada se me escape.  
Me paro delante de una ventana con cortinas blancas. Me pregunto cómo serán sus dueños, a qué huele la cocina, qué foto hay en la mesa de noche. Si alguien vive o si está vacía. Hay muchas ventanas en las fachadas. Todas diferentes y todas cerradas a cal y canto. Me detengo delante de las ventanas sin sentirme observada ni juzgada. Aquí nadie sabe de mí y nadie me tomará por curiosa. Miro como el contempla esculturas en un museo. En mi cuerpo se quedarán estas sensaciones, que recordaré cuando compruebe las notas que he apuntado en mi libreta.Todo para mí es nuevo y tiene un toque de sorpresa. Nada de lo que encuentro lo veo igual que la última vez que estuve en esta ciudad. El aire fresco es lo único que permanece. Y que el reloj no marca la misma hora que marca cuando camino por mis calles, en las que me siento protegida por la cercanía del mar.

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