El chal


Llevaba siempre el mismo chal. Había ido con él a todos los eventos familiares: las comuniones, los bautizos y alguna boda. En el funeral de su hermana le cubría el cuello y debajo de él escondía el pañuelo con el que se secaba las lágrimas. Lo tejió ella misma con lana virgen mientras veía la telenovela de las cuatro. Empezó un lunes y dio el último punto el viernes por la tarde. Se sentía muy orgullosa de su trabajo y presumía delante de las vecinas, explicándoles paso por paso, como lo fue tejiendo. “El punto chico primero, y luego el largo”, les decía con la misma naturalidad que una maestra enseña la lección a sus alumnos. Lo lavaba a mano con un jabón especial antes de acostarse, para que estuviera seco y limpio al día siguiente . Algunas tardes llegamos a observarla a escondidas y parecía que le hablaba al chal y que le contaba sus penas y alegrías. A veces, sobre todo en verano, intentamos convencerla para que se lo quitara o para que lo sustituyera por otro un poco más fresco. No había manera. Era parte de ella y así la vivimos envejecer.
El chal estaba estirado encima de la almohada. En el mismo lugar en el que ella apoyaba la cabeza para echar la siesta. No fue necesario preguntar lo que había sucedido para saberlo. Y allí sigue todavía, en la misma posición que ella lo dejó. Nos solemos sentar delante de él para escuchar el silencio que hay en la casa.

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