Escuchar, observar y tener paciencia


Ahora, que voy despacio, puedo observar y escuchar a los que están cerca de mí. Encuentro pistas que otros van dejando a su paso. Todo pasa por algo y, este algo que me está tocando, tendrá su explicación. En esta última semana he tenido que coger la guagua y, hasta que la fractura de mi pie izquierdo no selle, será mi medio de transporte. En la guagua, para no aburrirme ni agobiarme con las paradas, voy analizando a los demás. No puedo leer porque me mareo. El sábado se sentó a mi lado una chica muy joven, calculo que tendría unos veinticinco años. Desde que la vi entrar me fijé en la cruz que llevaba en el pecho y en su forma de vestir. Llegué a una conclusión rápidamente: es monja. Y no me equivoqué. Después de acomodarse y cerrar su bolso, sacó un rosario y empezó a rezar. La miraba de reojo, buscando las prohibiciones con las que viviría esa chica. Y me preguntaba si todavía existen jóvenes que escuchan la llamada de Dios y sienten vocación por la vida religiosa. Con ella a mi derecha, me acordaba de las mojas que me dieron catequesis y pensaba si sería tan conservadora como aquellas, con los mismos pensamientos y con los mismos valores evangélicos de hace años. Vi en ella una estampa del pasado. Creo que se sintió observada porque se levantó y se cambió de puesto. Durante el trayecto encuentro la cara de cansancio de los que han terminado su jornada laboral. Los que están enamorados y aprovechan el trayecto para darse cariño y decirse cosas al oído. Los que tienen prisas, y resoplan en cada parada que hace la guagua, como si dependiera del chófer el número de pasajeros que sube o baja. Los sonidos de los móviles. Todos, absolutamente todos, llegan con el móvil en la mano y no se separan de él hasta que se marchan. Reciben llamadas y mandan audios de voz en los que exponen su vida abiertamente, como si los demás fuéramos parte de sus asuntos. Nadie se ha dado cuenta de que estoy analizando y descubriendo lo que pasa dentro de ellos. Cuando me bajo de la guagua con mi muleta, imitando a un pato mareado, soy la que me siento observada. Los intento ignorar.
Y yendo despacio, escucho mejor y distingo los consejos que me pueden beneficiar y los que no.  Me da consejos mi hermana, la vecina, el director del banco, el chico de la frutería. Y tiene razón mi hermana, la vecina, el director del banco, el chico de la frutería. Lo dicen con tanta firmeza, con tanta maestría, que no se les puede llevar la contraria. Ellos están seguros de que están en lo cierto y se sienten satisfechos si los escuchas con atención. Yo, que me he hecho una experta en conocer las señales de mi cuerpo, sé exactamente lo que necesito. Lo supe desde que notaba que algo iba mal, cuando me decían que exageraba. Porque todo pasa por algo, y en este caso, esta rotura me está ocurriendo por algo. Para observar, para escuchar y para tener paciencia; entre otras cosas.


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