La vida

El polvo se había convertido en barro. Después de las últimas lluvias de noviembre, las calles ya no olían a azufre. En la acera no había peligro y la niña solía caminar tranquila, con la espalda recta y entretenida en sus pensamientos. Siempre la protegía la mirada de su madre. La niña sabía que en casa solo se comía lo que el campo iba dando. Unos días daba para más. Otros, su madre le echaba azúcar al gofio para que se pudiera quedar dormida. En la cocina entraba mucha gente, los vecinos de los alrededores y los familiares que venían a comentar sus problemas. Los mayores hablaban muy alto, dando voces como si estuvieran enfadados con cada amanecer. En la mesa de madera se servía a los invitados aceitunas, bizcocho y unos vasitos de vino, de las uvas de las parras que tenía el tío. La niña se sentaba sobre una caja de embalar tomates, y allí, en ese trono acariciaba a su muñeca. Se la había hecho su padre con un carozo de piña y trozos de tela. La acariciaba con complicidad como si tocándole el pelo la entendiera y la escuchara. La llamaba Paca, igual que la señora que llegaba a la casa con un rosario en la mano y le quitaba los dolores al abuelo. A ella le había echado unas gotas de mercromina en una herida que se había hecho cuando se cayó corriendo por la acera. La niña confiaba en Paca y se alegraba cuando la veía aparecer, iluminando toda la casa. La cocina no tenía puerta y desde la ventana ella veía el mundo, diminuto como sus ojos. En una de esas visitas de Paca, la mujer comenzó a correr por el pasillo muy nerviosa. Las mujeres iban y venían con calderos con agua caliente y toallas en las manos. La cocina olía a caldo de gallina y a la niña no la dejaban bajarse de su caja de embalar tomates. Había oído que iba a tener un primo nuevo, pero para ella, los bebés aparecían por la puerta como lo hacían aquellos mayores que levantaban la voz cuando hablaban. Mientras apretaba a su muñeca para que le explicara lo que sucedía, escuchó el grito de su madre diciendo que había sido niño. Sano y fuerte, añadió con aplausos Paca. La casa se llenó de familiares, los de siempre y los que vivían en el norte de la isla. Todos estaban felices y la luz del sol se coló por la ventana cuando se besaban unos a otros. Esa mañana ella también comió un plato de caldo de gallina. En ese pasado todavía hay mucha belleza y vida.



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