La mía


La miro. La miro de cerca y me sonríe, enseñándome los dientes y escondiendo la pena por la ausencia. Me habla de Pablo, su nieto pequeño. Está creciendo muy rápido y le preocupa lo poco que come. Los ojos le brillan cuando nombra a Patricia. Ella la llama su cabecita loca, y yo le digo que todos los nacidos en abril son así de aventureros y de alegres. Está contenta porque a pesar de los quebraderos de cabeza que le ha dado, este año ya termina medicina.  En la tele sale un chico que se parece a David. Me manda a callar para escuchar lo que dice. Baja la cabeza para que no me fije en su emoción. La miro y me doy cuenta de que todos sus movimientos son lentos: el impulso para levantarse de la silla, el parpadeo, la forma en la que se toca el flequillo con los dedos plegados por los años. La miro y me gustaría que me contara toda su historia. Es muy reservada. En eso me parezco a ella. No sé cómo se enamoró ni los dolores que ha ocultado. En qué piensa cuando se despierta en mitad de la noche o qué sueños dejó de cumplir para que se cumpliera los de otros.
El agua hierve. Coge el caldero y vierte el agua caliente en la taza, donde hace unos segundos puso un sobre de jengibre al limón. Me da la taza como si fuera una pócima mágica que me va a salvar de todos mis problemas. Levanto la vista y me gustaría encontrar el interruptor del tiempo para que la mujer que tengo delante de mí esté siempre a mi lado. Como es ella. Tan perfecta como siempre ha sido, aunque ahora todos sus movimientos sean lentos. Antoñita.  La mía.

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