El esmoquin
El esmoquin conservaba las marcas
del perchero de la tienda. La mujer lo miraba de reojo cuando se lo encontraba
en el ropero entre sus vestidos y blusas. El cuerpo se le ruborizaba al rozarlo
como la primera vez que se lo vio puesto al hombre que le había prometido magia
para el resto de sus días. Todo había acabado cuando se dijeron hasta la última
palabra, de lo que se amaron y de lo que no pudo ser. Sus amigas le habían aconsejado
tirar el esmoquin a la basura porque no tenía sentido guardar un pasado que le
ocupaba espacio y no servía para nada. Ella seguía dejándole un hueco entre sus
cosas personales. Las caricias de ellas y las que él le entregó estaban todavía
colgadas dentro del mueble. Aquella
mañana, después de dos años rozando la tela como si fuera una herida abierta, se
levantó decidida. Llegó a la habitación, abrió la puerta del ropero, y delante
del esmoquin comenzó a gritarle y a escupirle el recuerdo enquistado que le
estaba impidiendo aprovechar las oportunidades que se le presentaban. Cuando se
creyó vacía, lo metió en una bolsa para entregarlo en un centro cercano de su
casa en el que daban de comer a personas necesitadas. Ellos lo usarían. Con
menos peso encima, ligera, y segura de sí misma, dio los primeros pasos de su
nueva vida. Esta vez sí había dicho la última palabra.
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