Las dunas

La muchacha se levantó temprano. Las arrugas de las sábanas le molestaban y la noche había sido larga, más larga de lo normal. Era el primer domingo de enero. Necesitaba coger aire, aliviar el dolor de cabeza que durante toda la noche le había impedido pegar ojo. Decidió ir a la playa. Las dunas la recibieron con los brazos abiertos, allí se sentó, a las siete y media de la mañana, cuando los turistas dormían y el sol de invierno comenzaba a salir. La muchacha tocó la arena y escuchó el existir de otras pisadas. Aquellas huellas sobre la loma desértica parecían versos escritos, esperando para ser leídos. Encontró risas de niños, besos bajo la luna y los susurros de los que habían dejado el rastro antes que ella. El viento nunca se las llevaba hacia la orilla, porque siempre había alguien que quería recoger trozos de desconocidos para encontrarse.
Llegó a su casa. No se sitió sola. Le acompañaba la complicidad y la intensidad de los restos de arena que tenía en los pies. Se había leído a través de las historias de los demás.

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