Sonia
Era bajita, algo enclenque, y con la mirada dulce, como si tuviera un trozo de cielo en su interior. Yo la saludaba todas las mañanas, y ella me respondía buenos días, sin más, ocultando una historia en sus palabras. Sonia era la administrativa de la empresa de construcción en la que yo trabajaba. La única mujer en medio de trece hombres que se tocaban el paquete cada dos por tres y que se reían viendo vídeos de sexo y de mujeres desnudas. Sonia apretaba los puños debajo de la mesa cuando el jefe entraba en la oficina y le tiraba los papeles con la misma frialdad que se golpea una piedra inerte. Sonia se callaba, porque había asumido que, además de bajita y enclenque, sus quejas también eran débiles para que se pudieran oír. Cuando el jefe estaba en la oficina, el aire se ponía tenso.
Sonia sabía cuánto dinero entraba
y salía de la empresa. Gestionaba la cartera de clientes. Ordenaba el archivo.
Limpiaba los baños apestando a orines y vaciaba las papeleras antes de irse.
Sonia trabajaba en silencio y, en ese silencio frío, se quedaba su
esfuerzo. Nadie reconocía su trabajo ni la valoraba. Yo era el único que
intentaba que mis compañeros se dieran cuenta del valor de Sonia. Juan, con
papada, la cara llena de granos y metro noventa de altura, decía entre carcajadas
y enseñando su dentadura amarillenta: “Con esas manos de muñeca, esta se
partiría en dos si tuviera que subirse a un andamio”. Y el resto de la
plantilla seguía la broma. Un comentario que hacía más pequeña a Sonia en aquel
ambiente viciado en el que trabajábamos.
Aquella mañana, en la mesa de
Sonia, apareció un viejo barrigón que fumaba puros y olía a sudor ácido a media
mañana. Nadie preguntó por Sonia ni la echaron de menos. En pocas semanas, las
cuentas empezaron a descuadrar, los papeles se acumularon y en los baños era
imposible entrar. Aquel desorden pasaba
desapercibido ante los ojos del jefe, que trataba con admiración al viejo barrigón
y del que se compadecía por su situación familiar. Yo me sentía culpable por no
haber apoyado lo suficiente a Sonia para que siguiera allí con nosotros. Intenté
localizarla para interesarme por ella, pero era lógico que no quisiera hablar
conmigo, porque vería en mí al resto de compañeros que la ignoraron durante más
de dos años. Todos, con nuestros comentarios y con nuestra actitud, fuimos
responsables de la huida de Sonia. Espero encontrarla algún día y comprobar
que, la armadura que creó para protegerse mientras trabajaba en nuestra empresa,
le sirviera para luchar por aquello que quería conseguir en la vida. Sonia aparentaba
débil por fuera, pero era fuerte por dentro, como el hierro con el que
sosteníamos las estructuras de los edificios. Sonia es todas las mujeres.
Comentarios