La montaña

En la montaña hay un manto de polvo. Las casas blancas, que otras veces me miran a los ojos, están ocultas. Hay que sacudir la mano en el aire para quitar el polvo que tienes delante de la cara. No es fácil saber lo que va a pasar. Un día llueve, y al siguiente el viento te tira al suelo. Esa inestabilidad también está en el carácter. La gente se altera con un chasquido de dedos y saltan ogros internos que creías ocultos.

Mi vecina acaba de pelear en el rellano de la escalera con la otra vecina. Una tenía la música alta y la otra gritaba para que la bajara. Los gritos entre las dos silenciaron el volumen de la música.  Y la semana pasada en la puerta del banco. Una chica se adelantó para hacer una pregunta a la cajera, y los que estaban en la cola esperando lanzaron insultos hacia la inocente muchacha. Ella no pudo ni defenderse. Se marchó callada. O aquel señor que se le paró el coche a la salida de los aparcamientos de Carrefour y los que venían detrás comenzaron a pitar histéricos y desesperados. Hay muchas frustraciones contenidas y las soltamos cuando encontramos un hueco para hacerlo. Y, sin ser pesimista, te das cuentas de que las cosas no van bien. Se cruzan líneas que no se deben cruzar. Y, quién sabe, si no se dominan, a la larga será una manera normal de relacionarnos.

La montaña traga polvo y soporta los azotes del viento. Aguanta, siempre firme y elegante. Lleva siglos aprendiendo. Para ella, lo que hay dentro es un reflejo de lo que se muestra fuera. No me canso de mirarla.

 

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