En mi escritorio

 

Escribo en el reducido espacio de mi escritorio. Hasta hace un rato el perro de la vecina estaba ladrando. Parece que los ladridos de los perros no son como eran. Los perros ladran como si quisieran expresar, sin palabras, lo que ocurre. Hace unos días, la chica del supermercado me dijo que tenía ganas de que la vida fuera vida. Te quedas sin saber qué contestar. Le puedes decir que espere. Que no se desilusione. Pero ya tenemos la piel con cicatrices de hacer puños por aguantar tantas batallas, tantas idas y venidas. Tantos cambios. Nadie tiene el consejo adecuado.

Todo ha cambiado. Ni siquiera llueve como llovía antes. Las calles se mojan, pero no tienen el mismo olor a fresco que tenían cuando podíamos saltar los charcos sin que nadie nos dijera nada. Sin miedo a lo que pudiera pasar. No podemos refugiarnos debajo del paraguas para hacer planes o para organizar un viaje para el verano, como tanto nos gustaba. Parece mentira que sea invierno. Parece mentira tantas cosas. Hay ratos en los que fingimos felicidad y, por eso los perros ladran de otra forma, porque lo notan en el fondo de nuestras pupilas. La chica del supermercado tiene razón cuando dice que tiene ganas de sentirse a gusto, de poder respirar sin ataduras. Nos despertamos siendo conscientes de que la vida pasa rápido, pero sabemos que ahora no podemos correr más que ella. Hay otras prioridades. Y en eso estamos, manteniendo las distancias necesarias, cumpliendo, aunque tengamos que sacrificar aficiones, paseos y reuniones con los amigos. Acortar nuestras ilusiones no es una desgracia, sino una solución. Escribo deseando, como tantas veces he deseado, que esta situación sea pronto un borroso recuerdo para que los días no sean tan reducidos como es el espacio de mi escritorio. Y volvamos a chapotear en los charcos y a encontrarnos con ese olor a lluvia con el que disfrutábamos.

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