El hule de la esperanza

 

Margarita cerró las ventanas de su casa a cal y canto. A Pancho, el canario, lo quitó del patio para que no cogiera frío. Se sentó en una de las sillas de la cocina y, con el dorso de la mano, alisó una arruga que había en el hule que cubría la mesa. La tele no estaba encendida y las luces las tenía apagadas. No quería ruidos ni nada que la molestara. La casa estaba tan triste como ella.

Este año no vendrían sus hijos a cenar para Nochebuena. Margarita entendía que tocaba apretar el corazón para parar el virus que acechaba en la calle y que estaba robando sueños y vidas. Pero estaba cansada de tragar saliva bañada por el dolor cuando se enteraba de que alguna amiga se había ido. Ya ni rezaba. Había perdido la fe en ese dios al que siempre le pedía lo imposible y que tantas veces la había escuchado. Margarita besó la medalla con la foto de su marido que le colgaba del cuello. Lo echaba de menos, todos los días. Se llevó ambas manos a la cara y fijó la mirada en el dibujo que tenía el hule. Pequeñas estrellas de cuatro puntas, que, según la señora de la mercería que se lo vendió, había sido un éxito en estas navidades. Mientras ahogaba su soledad en cada arista de las estrellas, repetía entre suspiros la frase que siempre le decía su nieto cuando la llamaba por teléfono: “Abuela, esto también pasará”.

 

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