El olor de un recuerdo
Amaneció y era domingo. Hacía demasiado calor
y, apartando la sabana empapada en sudor, bajó a la playa. Estaba vacía, como
ella. Había huellas de niños, de ancianos, de adolescentes y de alguna que otra
paloma que había volado hasta allí. Las huellas parecían
un lienzo pintado a mano que cubría la arena limpia. Las olas dormían y no
llegaban juguetonas hasta la orilla. La luna decía adiós detrás del acantilado
y el sol enseñaba los primeros rayos por el horizonte. El aire estaba limpio:
olía a mar. En el paseo una joven había madrugado para hacer deporte. Corría,
corría como una loca como queriendo dejar atrás todos sus problemas. No la
miró, sus ojos estaban puestos en la tranquilidad que tenía delante, pero hasta
ella llegaba su respiración agitada, y en esa respiración se sintió reflejada.
Ella también necesita dejar atrás. No se lo pensó dos veces: se quitó la ropa y
me metió en el agua helada y solitaria. Dejó que la absorbiera en sus
entrañas. El abrazo que recibió estremeció su piel sedienta. En este
momento escribe sentada en su escritorio y en su escritura está el olor a mar
que dura en el recuerdo.
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