Las cartas del destino


Todas las noches, antes de irse a dormir, escribía una carta de amor. El destinatario siempre era el mismo y cada frase la llenaba de sentimientos y confesiones. El folio lo doblaba despacio para que no se arrugara antes de meterlo en el sobre. Por la mañana, cuando se levantaba, echaba la carta en el buzón que estaba a pocos metros del portal de su casa. Se alejaba con la esperanza de que algún solitario como ella la leyera. Mientras trabajaba o hacía la compra en el supermercado, iba imaginándose situaciones que podían ocurrir con esa persona a la que todas las noches le escribía una carta. Ella lo pensaba alto, inteligente, con la nariz redonda, alegre, con los dedos largos. Aquella tarde de invierno conoció el amor por primera vez. Lo vio caminando a paso lento, con las manos en los bolsillos, como si estuviera guardando las horas vacías. Se miraron sin decirse nada, y descubrieron sobre la marcha que llevaban tiempo pensándose. Lo que vino después ya estaba escrito. La vida había movido las cartas para que los dos se encontraran en el camino de las casualidades.

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