La importancia de los días


Dos años. Llevo dos años atravesando el pasillo de un hospital. Unas semanas más, otras menos. Y ahí también suceden cosas. Cada habitación tiene una soledad diferente y una manera de soportar la sombra de la tristeza. Desde hace tiempo veo a un señor que llega con una bolsa de Mercadona, con la merienda de su mujer metida en un tupper. Siempre a la misma hora. Él y su mujer no tuvieron hijos y viven con una única pensión. Me lo ha contado cuando hemos coincidimos en la escalera o en el ascensor. No sé qué le impulsa a sonreír cuando mira a su alrededor. Pero, como este hombre, hay muchos otros hombres y mujeres que acarician la mano de un enfermo temiendo el plan que la vida tiene para ellos. Y esa angustia se convierte en rutina. En las conversaciones el pasado es el que está presente y se habla de esas oportunidades que no se aprovecharon o los días que se dejaron sin usar. El sol que entra por la ventana es una alegría para todos.
A veces salgo cabizbaja del hospital y mi estado contrasta con todos esos pequeños conflictos que oyes en la calle, vayas por donde vayas. Las prisas por ser el primero en llegar a la meta o el afán por desgastar el tiempo demasiado rápido. Si aquel se enfadó con el otro porque le contestó malamente por el wasap o si el vecino no soporta a su compañero de trabajo. Hay situaciones a las que no vale la pena prestar atención. A veces prefiero alejarme de las batallas que me cuentan los demás, y acercarme a la orilla de la playa o sentarme debajo de un árbol. Me quedo mirando el mar, algunas tardes las hojas verdes de un aguacatero. Esa calma me recuerda la importancia que hay que darle a nuestros días. La vida es corta, y no tan larga como creemos.

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