Ya no es un secreto
Cuando tenía
trece o catorce años, escribía en una libreta que guardaba en un cajón de mi
ropero. La libreta la envolvía con una rebeca para que nadie la viera ni la
leyera. La libreta era mi refugio. Hablaba con ella todas las noches y le iba
contando lo que me sucedía. Mi adolescencia no fue fácil debido a mis problemas
de salud. La escritura era la que me
entendía y sobre ella echaba toda mi rabia. La escritura era, en aquella época,
la necesidad de encontrar una mano en la que apoyarme y la búsqueda de respuestas
cuando solo estaba conmigo. Una vez, no sé lo que me llevó a hacerlo, envié un
poema a una revista. El poema lo seleccionaron para publicarlo y fue cuando mis
hermanas se enteraron de que escribía. Pero, aunque ya no era un secreto,
intenté ocultar mi escritura todo lo que pude. Lo que comenzó con el deseo de
salvarme, se ha convertido en algo más: en pasión, en emoción, en algo sagrado,
en aprendizaje, en un descubrimiento diario, en muchas lecturas. En la
escritura nunca he buscado la competición ni siquiera me preocupa si volveré a
publicar. Cometo fallos porque todavía me queda mucho camino por recorrer. Cuando comparto lo que escribo no me preocupo
si me leen o si los me gusta son verdaderos o rutinarios. No tengo que gustarle
a todo el mundo y habrá un alto porcentaje de amistades que no se tragan mis
palabras. No sé si lo hago correctamente, pero es lo que me apasiona y, entre
otras cosas, lo que me alimenta para seguir andando.
Hace unos días
me saludó una amiga que hacía mucho tiempo que no veía. Después de preguntarme
sobre varios asuntos personales, me dijo que todo lo que publico lo guarda en
un archivo que tiene en el escritorio de su ordenador. “A veces lo leo más de
una vez. Me identifico con lo que escribes”, me confesó. En mis ojos saltaron
chispas. Le pregunté varias veces si hablaba en serio, y sí, era cierto lo que
me contaba. Le di las gracias dos o tres veces. O cuatro. Mi escritura siempre ha querido
pasar desapercibida y todavía se sonroja cuando la señalan. Mis textos de ahora
no tienen nada que ver con los que guardo en mi libreta de adolescente. El
tiempo los ha hecho madurar. Ahora escribo para aliviar el frío del invierno,
para mirar de frente al dolor, para contar verdades, y para descubrir, como me
sucedió hace unos días, que mis historias hablan de las historias de otras
personas. Y, aunque ya no es un secreto , elijo la mayoría de las
veces hacerlo de manera silenciosa.
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