La herencia de la abuelas

La mía se sentaba en el sillón de escay y se tapaba las piernas con una colcha de ganchillo que había hecho ella misma. Abría los ojos como platos y comenzaba a dar consejos o a contar anécdotas de los vecinos del pueblo. Desgranaba los detalles usando metáforas y tiempos verbales con naturalidad y destreza, como si alguien le estuviera dictando desde su interior. Algunas tardes, cuando lo que narraba era importante, levantaba el dedo índice y dibujaba en el aire la historia para que se entendiera mejor. Mi abuela no fue a la escuela y, si tenía que firmar algún documento, ponía una cruz grandota para corroborar que era ella. No sabía escribir. Pero la abuela era una maestra de la oratoria y de la palabra contada. Hablaba tan rápido que no daba tiempo a hacerle preguntas. Ella lo explicaba todo con su voz melódica y protectora. Cuando algo ocurría, buscaba la forma de ponerle ritmo a cada sílaba para que nos enteráramos. Contar para ella no era solo contar, era su manera de entender el mundo, de resolver sus miedos, de salvarnos de nuestros problemas. Su manera de ayudar o de pedir ayuda.
Las abuelas. Las que siempre tenían razón. Las que verbalizaron las primeras historias que ahora trazamos con bolígrafo y papel. De ellas heredamos esta manía de encontrar argumentos cuando paseamos por la calle o de apuntar la frase de una conversación porque puede servir para incluirla en algún relato o poema. Ellas nos prestaron ese don con el que nacieron. Por eso muchas de nuestras historias huelen a puchero, a colcha de ganchillo y a esa sensibilidad que entregaban ellas y que hay que seguir extendiendo para que persista.

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