La fiesta que no encaja

En aquella época todo encajaba. Cuando los voladores anunciaban el inicio de la fiesta, los feriantes abrían las casetas en las que venderían ilusiones y risas espontáneas. Las luces iluminaban el pueblo, las sombras, las conversaciones de los ancianos, y las plegarias de las mujeres que salían de misa. Después de la lectura del pregón corríamos a descubrir las atracciones y elegíamos en las que queríamos disfrutar durante los días que duraba la fiesta. La felicidad limitaba las preguntas y el mundo se convertía en perfecto. El ruido de la verbena se amplificaba sobre otros ruidos y aligeraba las obligaciones y los problemas que sujetábamos sobre la espalda. Lo mejor era el día principal. Estrenábamos ropa, zapatos y no parábamos de saludar a los primos, tíos, más primos, y amigos, que venían a ahuyentar la rutina entre el bullicio y la gritería festiva. Levantábamos contentos la mirada al cielo, porque la forma de las nubes abrazando las banderas de colores, era un espectáculo que no podíamos dejar escapar. La vida te sonreía de veras.
La fiesta ha comenzado y ya no encaja como en aquella época. El sonido de los voladores estalla sobre las heridas, que queman, como si penetraran en ellas la pólvora caliente. La sonrisa es prestada y los mayores que antaño daban el pistoletazo de salida al jolgorio, no lo hacen, porque ya no pueden salir a pasear ni a entablar amistad con el turronero que coloca su puesto en la puerta de la iglesia. Llegan las primeras lluvias. Eso sí se repite. Pero los primeros rocíos inyectan en las venas más melancolía de la cuenta y todo lo que antes relucía, adquiere un aspecto metálico y chirriante a la vista. La magia de aquellos días de fiesta se ha desvanecido. Ahora solo deseas que los feriantes se marchen pronto, porque las ilusiones que ellos venden no amortiguan el vacío que tienes en el estómago. Las banderas hacen más largas las calles que tienes que atravesar.

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