El diagnóstico
Mi
padre estaba a mi derecha. El médico, sentado frente de él, le preguntó la
edad, el año en el que nació y el mes en el que estábamos. Las dos primeras preguntas
las respondió después de pensarlas durante unos segundos, con la tercera, me
miró a mí para que lo ayudara. La complicidad se quebró. La habitación parecía
un quirófano, o tal vez, mi fobia a la sangre convertía la sala en un lugar
frío y espantoso. Sobre la mesa había
unas fichas con dibujos variados, como los que usaba en los juegos con mis
sobrinos para iniciarlos en la lectoescritura. Los ochenta y dos años de mi
padre desaparecieron. Comenzó a nombrar los animales y los objetos que le iba
señalando el médico con la misma tranquilidad de un niño de siete años. Yo no
me movía. Sujetaba el bolso como único asidero para poder calmarme durante
aquel intercambio incómodo de preguntas y respuestas. Estuvimos allí casi una
hora, pero para mí el reloj se paró en la sala de espera.
El
diagnóstico fue claro. El tratamiento, apuntado con la misma frialdad que tenía
el facultativo en el rostro, se resumió en leer y escribir. La mente tenía
que estar activa para evitar acelerar su deterioro. Mi padre se burló de lo que
le habían apuntado en la receta y arrugó el papel en el bolsillo de la camisa.
Él no iba a leer ni a escribir. Subí al coche convencida de que la pasión que
encontré con trece años, seguiría moviendo mi vida. La lectura y la escritura estarán cuando la
memoria anule los recuerdos y nos cueste avanzar. No hay mejor remedio.
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