El barrio


El paseo adoquinado divide el pasado del presente. Cientos, miles de ventanas, miran hacia el asfalto, ajenas a la presencia del barranco sepultado bajo el alquitrán. A lo lejos tañen las campanas de la iglesia, escondidas entre rectangulares edificios de hormigón, habitados por familias que ignoran que hace años el decorado urbano estaba formado por tierra estéril. El pueblo ha crecido, los vecinos no se conocen y, al niño que saca a pasear al perro, no le han contado que su abuelo, desde aquí, apoyado en un muro hecho de piedras, miraba hacia Bahía de Formas para cantarle a una novia de la que se enamoró en los meses de zafra. Puertas de metal, puertas agrietas, algunas pintadas, otras cuarteadas, suben y bajan, protegidas por una virgen que da nombre a la calle, y parece que vela por la serenidad de los habitantes de la zona. No hay bancos para reposar el cansancio, escasean las papeleras y unos arbustos de poca altura forman una muralla que acotan la plaza.
Escribo y un señor se fuma un cigarro preguntándose lo que estoy haciendo. Se enciende el cartel de un centro que anuncia que imparte clases particulares, las farolas dan luz a la pendiente de la acera, y el verdor de los arboles es lo único que late a esta hora en la calle. Todo cambia muy rápido, como lo hará mi letra o las flores silvestres que tengo a mi derecha. Dentro de unos años, o de unos días, nada de esto será igual.

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