Mi abuela
Todos los años tiene que cumplir con la tradición. Ayer, con 105 años,
mi abuela salió a la puerta de su casa, en el pueblo de Tadía, para ver
la procesión de la Virgen del Carmen. Ha olvidado el nombre de sus
hijos, desconoce que tres de ellos han fallecido, y habla mezclando
recuerdos sin seguir un orden en la conversación. Dice que besarse en la
calle es una cosa muy fea, y piensa que solo existen médicos y maestro
escuela. Estoy convencida de que no voy a heredar la fortaleza
con la que ha superado un siglo y un lustro, pero tengo como legado un
listado de rezos y dichos antiguos que fui apuntado cuando todavía
conservaba su memoria. Me encantaba llegar a su casa y observar los
rituales que seguía para hacer la comida o las creencias que le
acompañaban desde que se levantaba, muy diferentes a las que estaba
acostumbrada en mi vida. Cualquier hecho cotidiano lo relacionaba con la
superstición y lo protegía con sus letanías para ahuyentar a la bruja y
a los malhechores. Los avances económicos, la educación y la
información, han ido quitando el sentido a estas frases protectoras, que
si las desmenuzamos pueden aparecer camufladas en las fórmulas que
repetimos cuando nos descuadra el sentido de nuestra vida. Mi abuela fue
para mí una buena narradora de historias. Guardo el amor que me daba
cada vez que llegaba a verla y una colección de letras que esconden
miedos e inseguridades. No sé la medicina de su longevidad. Vendrá de
la sabiduría de mirar al cielo y recibir el lenguaje que le enviaba. Las
desgracias, enfermedades y miserias fueron superadas con ese secreto
que no se aprende con el razonamiento acumulado de años de estudios.
Ayer volvió a cumplir con unas de sus costumbres.
El segundo nombre de mi abuela es Lucía. Supongo que esos rezos no se quedarán en el silencio.
El segundo nombre de mi abuela es Lucía. Supongo que esos rezos no se quedarán en el silencio.
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