El ascenso



Tenía veintiún años, acaba de terminar mi carrera, y mi intención era ser directora de la sucursal en la que entré con una beca universitaria. Estaba dispuesta a lo que me pidieran. La posición social que generaba tener un cargo en una entidad bancaria, me hacía derribar cualquier muralla por imposible que pareciera.
Las acciones preferentes había que venderlas en menos de un mes. El director regional presionaba sobre los empleados, sirviéndonos la carta de despedida si no cumplíamos con los objetivos. No importaba si el cliente tenía un sueldo base o si su nómina superaba la media de los españoles. Silvia llegó pidiendo un préstamo para comprarse una vivienda. Se acaba de casar y trabajaba de camarera en unos apartamentos del sur de la isla. La timidez la dominaba a la hora de tomar una decisión, impulsándola a decir sí, cuando en su interior ardía la necesidad de contestar no. Para mí era el anzuelo perfecto. Sabía que con sus ingresos no podría afrontar los gastos generados por el producto bancario que le estaba ofreciendo, pero me iba a permitir ganar puntos como empleada modelo. En aquella mesa, en la que el dinero estaba en juego, el corazón y las emociones se congelaron.
Años más tarde, en una cena de altos cargos, comenzaron a nombrar a los clientes que fueron desahuciados, y a los que el banco, terminó haciendo mutis ante los hechos. Nombraron a Silvia como un caso que no merecía lo que le sucedió. Fue un ex compañero, con el dedo apuntado a las alturas, sin apenas pausa, el que me dijo: El año en que le desahuciaron vivió en los sitios más extraños que puedas imaginar.
Abrazo a mi hija. Espero que nunca le tenga que contar la forma en la que me convertí en directora.

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