La suerte
Cuando sonríe se le marcan los hoyuelos de la cara. Redondos, la piel plegada sobre los cachetes y perfectos. Ella recuerda pasar noches enteras acariciándole los hoyuelos de la cara mientras él se reía de cualquier anécdota. Siempre tenían un motivo para estar contentos. Ahora, a punto de cumplir ochenta y tres años, pocas cosas hacen que los hoyuelos se marquen en su cara: ver a su nieta Irene y ganarse la Lotería de Navidad.
Este año, con lo que le sobró de la paga de verano, ella
le regaló dos números para el sorteo de Navidad. Eligió la fecha de su boda,
porque, como solía presumir delante de sus amigas, era una afortunada por conocer
a su marido. Había sido un golpe de suerte. Fue aquel invierno a la salida de
misa de doce cuando él le sonrió mostrándole los hoyuelos de la cara. Al principio,
ella no podía evitar sentir algo cuando lo observaba en secreto. Hasta que él
se atrevió a acercarse y expresarle sus sentimientos. Después de varios
encuentros, decidieron compartir sus días. Llevan cincuenta y dos años juntos.
Pero uno no elige lo que la vida
quiere para ti. La suerte es caprichosa y aparece cuando menos la esperas, como
aparece la enfermedad sin avisar. La mañana del sorteo el hombre se levantó
cansado y, casi trastabillando, llegó hasta el sillón orejero en el que siempre
se sentaba a ver la tele. Ella lo ayudó y le colocó una manta de lana sobre sus
piernas para que no sintiera frío. Le acarició la cara con las lágrimas
comprimidas en sus ojos y deseó con todas sus fuerzas que se le marcaran los
hoyuelos de la cara, como lo recordaba en su memoria en aquel invierno a la
salida de misa. Sabía que, si no ocurría esa mañana, la suerte no le daría otra
oportunidad.
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