El arte de la espera
Recuerdo cuando llegaba a casa de
mi abuela y le contaba las anécdotas de toda la semana. Ella me esperaba con
las manos apoyadas sobre su regazo, el pañuelo negro atado en la cabeza y los
ojos llenos de esperanza. En el pueblo de mi abuela solo había un teléfono y
había que pagar un dineral para llamar a tus familiares y preguntar cómo iban. Mi
abuela no veía la tele y podía enterarse de una mala noticia al mes de haber
ocurrido. Internet era una utopía. Mi abuela sabía esperar. Como lo hacían otras
mujeres y hombres del pueblo. Y como lo hacía mi abuelo, que se sentaba en la
ladera a ver si el invierno que comenzaba sería lluvioso. Esperar era para ellos un don.
Cada día en el trabajo recibo una
veintena de correos electrónicos. En el asunto, casi siempre, aparece en
mayúscula la palabra urgente. Nadie puede esperar. Y todo tiene que ser para
ya, para ahora, para este momento. Tanta urgencia hace que ni te des cuenta de
lo que tienes delante, dejando a un lado otras cosas para atender aquello que
no puede esperar. Hoy en día internet es una realidad, pero esperar es una
utopía. Nos consideramos únicos y propietarios de la mayor de las necesidades, enfadándonos
cuando no nos atienden a la primera. Y, si algo no llega cuando queremos,
optamos por alterarnos porque no hemos conseguido nuestro propósito en el
tiempo previsto. El ambiente se tensa y culpamos a los demás de nuestra falta
de paciencia. Las prisas están en la cola del banco, en un Stop y en los wasaps
que recibes y que tienes que responder antes de que el remitente lo envíe. Las
prisas están en miles de situaciones diarias que, creyéndolas urgentes, no lo
son.
Admiro cuando alguien tiene
paciencia, porque me acuerdo de mi abuela, que miraba los días con lentitud y
acariciando cada instante. Ella no desperdiciaba ni un minuto de cada momento
que vivía. Ni siquiera se enfadaba cuando lo que tenía que llegar tardaba más
de la cuenta. Sabía que, si no dominaba el arte de la espera, la vida se hacía
muy corta.
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