No podemos perder
En el parterre ha crecido una flor y los pájaros han hecho un
nido en la rama del árbol. Hay dos crías. Las crías tienen alrededor de
cincuenta días, el tiempo que llevamos sin salir a la calle. Han nacido
mientras mirábamos detrás del cristal. Pero hemos vuelto a salir y ahí afuera
está la vida más viva que nunca: las crías que nacieron, los árboles verdes,
las nubes limpias de polución. Todo ha cambiado. Nosotros, supervivientes de un
encierro, tampoco somos los mismos. Hace unos días que los paseos los hacemos
por horas y sonreímos escondidos en una mascarilla. Guardamos las heridas de lo
que ha pasado detrás de los gestos. La incertidumbre. La angustia. Las malas
noticias. Los ERTE de los trabajadores. El cumpleaños en la distancia. Las
horas sin saber nada del familiar que dejamos solo en un hospital. El maldito
virus.
En mí se ha instalado un extraño pesimismo. No sé si lo estamos haciendo bien. Estamos acelerando a fondo y queremos vivir como vivíamos antes de que las horas se pararan en seco. Ahora, más que nunca, hay que acariciar esas heridas que nos han otorgado la posibilidad de volver a nacer. Tenemos que ir dando pequeños pasos sin ser sabelotodo. Sin empeñarnos en colocarnos, como si no hubiera pasado nada, en ese mismo punto en el que se quedaron las rutinas en mitad de la primera quincena de marzo. Con tanto afán, en pocas horas pasaremos de largo delante del árbol y no nos fijaremos si las crías han crecido o si ya se marchitó la flor del parterre. La emoción por abandonar las ventanas que nos han protegido estos días no puede hacer que estropeemos esta oportunidad que tenemos de vivir de nuevo. Es una pena que lo perdamos todo otra vez. Y perder, ya hemos perdido demasiado.
En mí se ha instalado un extraño pesimismo. No sé si lo estamos haciendo bien. Estamos acelerando a fondo y queremos vivir como vivíamos antes de que las horas se pararan en seco. Ahora, más que nunca, hay que acariciar esas heridas que nos han otorgado la posibilidad de volver a nacer. Tenemos que ir dando pequeños pasos sin ser sabelotodo. Sin empeñarnos en colocarnos, como si no hubiera pasado nada, en ese mismo punto en el que se quedaron las rutinas en mitad de la primera quincena de marzo. Con tanto afán, en pocas horas pasaremos de largo delante del árbol y no nos fijaremos si las crías han crecido o si ya se marchitó la flor del parterre. La emoción por abandonar las ventanas que nos han protegido estos días no puede hacer que estropeemos esta oportunidad que tenemos de vivir de nuevo. Es una pena que lo perdamos todo otra vez. Y perder, ya hemos perdido demasiado.
Comentarios
Causalmente, vivo parte del año en Las Palmas, aunque en estos momentos el confinamiento me ha dejado en una casa de campo en la provincia de Girona, donde los barrotes son los árboles y el techo el cielo.
Y... sí, tienes razón, los pájaros cantan más que nunca, el cielo está limpio y claro, la Madre Tierra contenta.
Escribes bonito y profundo. Igual en algún momento podemos contarnos lo de la bailarina descalza.
Gracias,
Aguamar 🐬
La Abuela Tejedora de Sueños.