Las mascarillas de Pinito
Cuando la luna se esconde detrás del macizo de Amurga, Pinito se levanta y se sienta delante del alpendre a coser mascarillas con los retales de los sacos de papas. La idea se la dio la chaflameja de la vecina, aquel sábado en el que las dos estaban alongadas en la ventana para aplaudir a los sanitarios. Pinito cogió el geito en un santiamén y cada día hace un fleje de mascarillas. Las dobla con cuidado y las mete en un cartucho para regalárselas a los vecinos del pueblo. El cartucho lo tranca con sintasiva. Cuando llega la noche está molida como un zurrón y tiene que restregarse el totizo con romero para poder sobar tranquila. Siempre ha sido una ñanga, y le duele el alma al ver lo que está pasando en el mundo.
Los guantes los hace con una sopladera. Quema la punta del naife con un fósforo para dar forma a los dedos de las manos. Algunos vecinos tocan en el choso de Pinito para pedirle mascarillas o guantes. A ella le da magua no invitarles a un enyesque, pero tienen que mantener el metro y medio de distancia. El babieca del pueblo, que es un puntal, le trae la compra y le bota la basura para que ella no salga del choso. Pinito siempre le ofrece las monedas que guarda en la gaveta del mueble machucado de la cocina. El babieca se marcha privado.
El alcalde ya ha dicho que, después del confinamiento, va a organizar un tenderete en la plaza de Santa Lucía, con un cochino, papas arrugadas y menjunje. Este año se jeringaron los carnavales y todos se quedaron rascados. Están deseando verse el jocico, aunque sea detrás de las mascarillas que ha cosido Pinito. Ella va a estrenar el collar del boliche canelo, el que le compró su marido con unas perrillas que ganó de un bisnes que hizo con unos peninsulares. Es una consentida y ese día quiere estar emperchada. Pinito lleva tanto tiempo encerrada que necesita enralarse y paliquear un pizco.
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