La salsa de tomate
Los tomates tienen ese color intenso con el que pintan
los adolescentes enamorados los corazones en sus libretas. Los parte en cuatro
trozos. Les quita la piel con un cuchillo de punta y aparta las semillas. Los
echa en una olla grande, con un dedo de agua en el fondo y la mitad de una
cebolla troceada. En pocos segundos una cortina de humo sube hasta el techo y
la cocina empieza a oler a fritura. Cuando los tomates se van deshaciendo
y el jugo rojo hierve, añade un poco de azúcar. Dos o tres cucharadas, más o
menos. Tritura la salsa resultante y, con mucho cuidado, la mete en unos tarros
de cristal, sin taparla, para que el cambio de temperatura no dañe el sabor.
Anita tiene la nevera llena de tarros de salsa de tomate. Los prepara cada
mañana mientras escucha en la tele la misa de las siete. A cada tarro le pone
una etiqueta con los nombres de sus hijos. Las etiquetas las hace ella misma
con su pulso tembloroso y su letra desordenada. Cualquier persona ajena que las
leyera tardaría en distinguir una sílaba de otra, pero ella reconoce qué tarro
es para quién. Carlos, el mediano de sus nietos, rebaña el plato con el pan y
no deja ni una gota de la salsa. La mayoría de las tardes en las que
la soledad le congela la sangre y la melancolía rebota en las paredes, se
coloca delante de los tarros de cristal y mantiene intensas conversaciones
delante de la nevera, como si alguien la escuchara al otro lado. Siempre ha
sido fuerte y ha estado preparada para casi todo, menos para el vacío que deja
las ausencias. Desde que cumplió setenta y cinco años, ha envejecido y ha
perdido todas sus ilusiones. Duerme poco, camina arrastrando los pies y tiene
la casa manga por hombro. Lo único que no ha variado ha sido la receta de la
salsa de tomate, que aprendió a hacer al poco tiempo de dar a luz a su primer
hijo, hace cincuenta y cinco años. Los domingos, cuando sus hijos van a
visitarla y almuerzan todos juntos, ella acaricia una estampa de Santa Rita
debajo de la mesa. Reza por su salud y por la de ellos. En ese momento, con el
rojo intenso de la salsa de tomate brillando en la mesa, calma su
soledad y encuentra fuerzas para seguir viviendo.
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