El deseo de Melchor

Aquel año atravesó el salón con la bicicleta en la mano derecha y la muñeca de pelo rizado en la izquierda. Caminaba a oscuras, despacio, para no enredarse con la capa de terciopelo que le llegaba al filo de la suela de los zapatos. Colocó los regalos debajo del árbol y, al coger la leche que había para los camellos, se dio cuenta de que su hija estaba escondida detrás del sillón. Se miraron fijamente a los ojos, desapareciendo de golpe la inocencia y la magia. Después del día de Reyes los dos recordaban la anécdota entre risas y bromas. La complicidad llenaba por completo los momentos que pasaban juntos.
Me lo contó a la semana de estar ingresado. La cara le brillaba cuando me explicaba con gestos la alegría de su hija al verlo vestido de Melchor. Aquella travesura infantil fue un motivo de felicidad para él. Desde ayer tiene los zapatos debajo de la ventana y se ha pasado todo la tarde sentado en el borde de la cama, sujetando un vaso de leche para los camellos. Él cree en la existencia de los Reyes Magos. Me lo repite cada vez que entro en la habitación. No deja de mirar a la puerta, deseando que, esta noche, sea su hija la que lo sorprenda y le dé el abrazo que hace años no se dan.

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