El turronero

 

El turronero ha colocado su puesto en la entrada de la plaza. Se protege del sol debajo de una sombrilla azul y amarilla. De vez en cuando, acerca el oído a una radio que sujeta en su mano derecha. Casi no se mueve y parece que está congelado sobre la silla en la que espera a sus clientes. Tiene la cara agrietada y por las grietas de la piel aparecen las horas de trabajo y de espera. El pueblo está en fiesta y el turronero ha venido a vender un poco de alegría.

Las calles están vestidas con banderas de colores y con bombillos brillantes. Pasear por las calles engalanadas te limpia recuerdos, pero te acerca los que estaban olvidados. En la iglesia repican las campanas, la música suena en la plaza y en los cochitos están los más pequeños riéndose y disfrutando. Pero hay algo que hace que la fiesta tenga un olor diferente. Hay puestos que se echan de menos: el de la señora que vendía aquellas sorpresas a 25 pesetas y en las que encontrabas una parte de tus sueños. Y tampoco está aquella niña que paseaba de la mano de su padre en la feria de animales y que hacía preguntas para entender el mundo que veía. Hay ventanas que antes estaban abiertas y decoradas con imágenes del santo y que ahora aparecen cerradas a cal y canto. Y jóvenes que ya se han hecho mayores.  Parece que el viento, siempre revoltoso, se empeña en barrerlo todo y dejar pocas cosas a salvo.

El turronero es el único que logra que este momento, aunque no sea el mismo, siga siéndolo. El vende ese sabor dulzón de la fiesta que siempre reconocesy que no ha cambiando con el paso del tiempo.

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