Instantes
Los perros ladran. Hablan entre ellos
de sus problemas. Los escucho mientras el verano está a punto de expirar. Cerca
de mí, un hombre fuma un cigarro Marlboro. El humo cubre su cara y parece que enreda sus
pensamientos en la cortina blanca que se queda en el aire. Él no sabe que lo
miro, como tampoco los perros saben que los escucho. Observo. Y escucho. Dos
acciones que me permiten disfrutar del paisaje y alejarme del ajetreo diario. Así
puedo oxigenar mi cuerpo. Hace viento. El viento levanta unas hojas secas de un árbol
que malamente da fruto. El juego de las hojas me recuerda a mi infancia. Casi
puedo escuchar a mi madre: “Niña, no estés saltando que te vas a caer”. Una vez, con siete años recién cumplidos, me
di un golpe en la frente y me asusté con la sangre roja que manchaba mi cara.
Pensaba que si perdía sangre no crecería más. Ahí descubrí que la sangre me
asustaba. Me río con la misma inocencia de aquella época y, en un gesto tímido,
me coloco el pelo que el viento mueve a su antojo. El mar está muy lejos, pero,
si cierro los ojos con fuerza puedo escucharlo. Oigo las olas rompiendo en el acantilado. Cuando
cierras los ojos puedes tener cualquier cosa cerca: un recuerdo, un abrazo, el
olor a colonia que tanto te gusta. Me llega, incluso, la voz de aquella mujer
que me contó su vida mientras compraba el pan en una tienda de La Graciosa. El
bullicio de las calles de Florencia. El sabor de las zamburiñas. La respiración del tren. Los perros
siguen ladrando. Y el hombre que fuma Marlboro no se ha dado cuenta de que he
inventado historias mientras lo miraba. Septiembre ha empezado y pronto se irá
este verano que ha traído momentos que nunca olvidaré.
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