Macerando la distancia

 

Te encuentras un poco de pena, de desaliento o no sé de qué, en cada esquina que pisas. Y no es porque el verano esté a punto de terminar y dentro de nada será el otoño el que haga que los árboles cambien de ropajes. Los ojos, que es lo único que vemos de aquel que nos habla, están tristones. Esconden el qué pasará, el qué vendrá o el cómo llegaremos a la meta de esta carrera de obstáculos que nos está poniendo la vida delante.
Esta semana acompañé a mi madre al médico y me tuve que quedar en la puerta. Ella entró sola, con sus ochenta años largos. Vi su imagen renqueando por el pasillo y vi cómo se las ingeniaba para hablar con la chica que daba la cita y que informaba de que los acompañantes no podían pasar. Mi madre me hacía señas en la distancia. Y yo le decía que estuviera tranquila, que estaba con ella desde la puerta. El caso es que estas normas te las encuentras en lugares que creías imposibles. Da igual lo que pides o lo que solicites. Tenemos que ser prudentes, pero tanta distancia nos está haciendo daño. Estamos viviendo situaciones raras, como raro está siendo este año.

Demasiada distancia. Nos estamos acostumbrado a ella: saludos sin contactos, grupos reducidos y nada de compartir lo mío contigo. Las habilidades sociales que adquirimos cuando éramos niños están atascada. Las hemos dejado en un reservado para usarlas con más intensidad cuando podamos, como se maceran los alimentos para que cojan gusto. Unos tienen miedos. Otros dudas. Unos están más frágiles. Y otros más optimistas. Poco a poco, cruzando los dedos y con la respiración contenida, vamos haciendo cosas y retomando lo que se quedó a medias. Llega el otoño y, en un pestañeo, la Navidad. Las miradas tienen que volver a iluminarse, como lo hacíamos no hace muchos meses cuando las calles brillaban en cada esquina. Y ganaremos distancia.

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