Los zapatos

Ayer me compré unos zapatos. Suelo aprovechar las rebajas para comprarme los zapatos que usaré en el otoño y en los meses de invierno. Cuando los cogí en la mano, un escalofrío me sacudió el cuerpo. Pensé en la ilusión. En la ilusión que le ponemos a los proyectos que están por llegar. En el motor que nos impulsa a emocionarnos con lo nuevo y  que hace que nos sintamos bien. Últimamente, la ilusión tiene fisuras por las que se esfuma el brillo que la caracteriza. Desde hace unos meses le colocamos la etiqueta de la duda a todo lo que emprendemos. No sabemos si se hará. No sabemos qué pasará. No sabemos nada, porque todo depende de la evolución de una curva. Las ilusiones se tambalean delante de nosotros.

Sentimos que los días no terminan de colocarse y de ordenarse. Tomamos un camino, y tenemos que retroceder porque la situación se complica. Así un día. Así el otro. Optamos por fijar metas cortas que dotamos de precaución. Evitamos las preguntas porque tememos que una respuesta negativa nos coloque al principio del punto de salida. Y hasta los más pequeños, que siempre llenan de sueños sus días, no tienen más remedio que esconder sus sonrisas detrás de las mascarillas. Es el viento, el que sacude las hojas de los árboles, el que nos está ayudando a avanzar.

Metí los zapatos en el mueble. Cuando golpeé la puerta para cerrarlo, tuve la impresión de que encerraba a cal y canto algunas de mis emociones. Esas que están dañándose porque las ilusiones, tan rápido como llegan, se van. Salí de la habitación pisando con energía mis pies descalzos, con la misma energía que hay que poner al otoño y a los meses de invierno para sentirnos motivados y dejar huellas.

 

 

 

 

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