Los veranos con Ramón

Las personas que viven cerca de la orilla del mar tienen un andar pausado. Y una mirada azulada. Viven los días en soledad y ajenos al paso de las horas y del futuro. Tienen las manos ensalitradas y la piel curtida, como si llevaran escamas sobre la epidermis. Ramón era uno de ellos. Llegaba a nuestro lado cuando poníamos las toallas sobre la arena fría de la playa de San Agustín. Saludaba enseñándonos los dientes amarillos y mostrándonos los sonidos marineros que llevaba dentro. Con total seguridad, nos decía si ese día tendríamos marea alta o marea baja. Hablaba de sus aventuras de marinero, de cuando salía a pescar en una barca que había heredado de su abuelo y que llamaba María. La barca era la que custodiaba la entrada de la casa que tenía a pocos pasos de la orilla. Alguna vez nos invitó a entrar, pero siempre rehuíamos porque teníamos miedo de pisar las montañas de espinas que creíamos que almacenaba en una esquina de su casa. O que guardara la cabeza disecada de algún tiburón. Él contaba que se había encontrado con alguno de frente y que tuvo que luchar como un valiente para no ser devorado. Nos dijo, aquella mañana con los primeros rayos de junio, que se había enamorado de una sirena. Pasó muchas tardes tumbado sobre las maderas de María, embelesado con su voz y con su canto. Y estuvo a punto de perder la vida cuando intentó llegar hasta el fondo de mar para entregarse a los brazos de su amada. Los ojos se le llenaban de verdad cuando hablaba de aquella sirena, y que para nosotros solo era un ser mitológico que existía en los cuentos fantásticos. Una mañana llegamos a la playa y delante de la casa de Ramón había un cartel en el que anunciaban la construcción de un hotel de cuatro estrellas. Mientras vimos la excavadora remover la tierra, oímos cantos de sirena y sonidos que venían del fondo del mar. Miramos al horizonte para no sufrir y para buscar un sentido a lo que estaba sucediendo. Desde que Ramón desapareció, entendimos que ya nos habíamos hecho mayores. Hoy he paseado por la orilla y me acordé de Ramón y de aquella sirena de la que él estaba enamorado. Por un momento deseé encontrarme con él y volver a escuchar las historias con sonidos marineros que contaba y que nos ofrecía con la calma que hay que ponerle a la vida. Eso sí que eran veranos.


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