El hombre de la lluvia

Matías salía a pasear los días de lluvia. Con una gabardina y unas botas que le llegaban hasta la rodilla, dejaba que la lluvia lo mojara y lo empapara. Desde que tenía cuatro años su madre lo arrastraba por la acera para llevarlo al colegio, no importaba la lluvia, no importaba el sol ni el viento. Se acostumbró a tener la cara, las manos, y el pelo, en contacto con el aire. Fue una amiga de su madre, a la que llamaban la santera, la que le confesó los beneficios de la lluvia. Matías acababa de cumplir siete años cuando descubrió ese secreto. Estaba muy enfadado porque su hermano mayor no le prestaba la colección de cromos. Y se escapó por la puerta trasera de su casa. Aguantó, aguantó metido en un charco, hasta que las nubes escucharon sus deseos. Terminó con afonía y con el 40 de fiebre, pero su hermano le regaló todos los cromos. Volvió a salir. Solo se puso un poco afónico. Nada del otro mundo. O no le dio importancia, cuando aquella rubia, que lo vio como un superhéroe, aceptó convertirse en su novia. Solo sintió miedo el día que granizó. Parecía que le caían piedras sobre la cabeza y, antes de que su abrigo llorara, regresó a su casa. Luego él lloró en la cocina porque no había sido tan valiente. En los meses de verano, cuando las temperaturas eran muy altas, Matías se dedicaba a regar las plantas y las flores que crecían en el jardín y en los alrededores de su casa. A veces las acariciaba, porque para él, las plantas y las flores eran los hijos de la lluvia. Y él tenía que agradecer que la lluvia lo hacía feliz. Tenía que agradecer la generosidad del cielo y los regalos que recibía. Todo lo que le pedía a la lluvia se lo concedía. 
A Matías lo veían como un hombre raro, poco hablador, que solo se comunicaba con las plantas y los árboles. Demasiado feliz y un hombre sin problemas, rumoreaban los envidiosos. Los vecinos se refugiaban en sus casas sin hacer nada, quejándose de que la lluvia estropeaba sus rutinas. No se arriesgaban a salir para no mojarse. Huían de la humedad y de los charcos. En aquel pueblo llovía todos los días de invierno. Matías era el único que paseaba por el pueblo los días de lluvia. Y sí, era muy feliz.

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