Una mala inversión
Nunca superas las
pérdidas que tienes a lo largo de tu vida. Da igual lo que pierdas. Puede ser
un alfiler o el alma, que siempre tendrás un socavón en una parte de tu
cuerpo. Natalia no entendía de las
pérdidas personales hasta el día en que su soledad acumulada la llevó a conocer a Marinero. La noche era oscura y el
hueco izquierdo de su cama parecía más profundo de lo habitual. Encendió el
ordenador a las dos y cuarto de la madrugada.
La semana anterior había abierto una cuenta en una página de flirteo,
después de ver la publicidad en la tele, sentada en su sillón y bebiéndose las
lágrimas. Tecleó dos veces su contraseña, no la había apuntado, y al tercer
intento, a punto de que se le acabaran todas las posibilidades, se abrió el
programa. Estiró la espalda para situarse
en el centro de la pantalla y se colocó el flequillo, como si todos
aquellos perfiles la estuvieran mirando
directamente a la cara. Su escepticismo le apretaba las vísceras, repitiéndole que estaba haciendo una locura,
que solo iba a encontrar a hombres que buscaban un revolcón. Pero tenía que
amortizar los ciento veinte euros que había invertido y que ahorró durante seis
meses. A esa hora de la madrugada solo
estaba conectado Marinero, y un viejo barbudo, al que bloqueó inmediatamente,
por la repugnancia que sintió al verlo con el torso desnudo delante de ella.
Marinero le contó que estaba en paro, sin hijos, y que no tenía nada que ver
con los perturbados que navegaban en el mundo virtual. Apagó el ordenador a las
siete de la mañana con el tiempo justo de darse una ducha y salir hacia la
oficina. Siempre desayunaba unas tostadas con mermelada, pero no quería que
nada anulara la sensación que tenía en su barriga donde sentía picos e insectos
haciéndole cosquillas.
Marinero dejó de ser
Marinero y fue Juan. Ella dejó de ser Naranjita y comenzó a ser Natalia. En
apenas dos semanas ya habían compartidos
una decena de poemas con versos de quinceañeros, y habían descubierto
que sus pieles no estaban secas y tenían sensibilidad. Hicieron el pacto de
eliminar sus perfiles de aquella página que los unió. Ella, enamorada y
confiada, lo cumplió.
Encontró la carta
limpiando el cajón de la mesa de noche. Leyó las tres últimas frases de la
misiva. No necesitó más para saber lo
que tenía en sus manos. Firmaba Marinero y le prometía a Tempestad lo que,
entre besos apasionados, le había dicho a ella durante los dos últimos años. No
pudo aparentar normalidad cuando Juan abrió la puerta de la casa, y él, sin
escapatoria, fue por primera vez sincero. Aquel descubrimiento hizo añicos
una inversión que prometía ser una historia eterna, estallando a la altura de su
plexo solar, robándole el alma.
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