La inocencia
Hizo la primera comunión con un vestido blanco y con flores bordadas a la
altura de la cintura. Lo heredó de su hermana, que unos años antes había
acudido con la misma ropa al ritual sacramental. Estaba feliz, aunque prefería un vestido de muselina y sin flores,
como los que veía en las revistas que dejaban los clientes en la oficina de su
padre. A la fiesta acudieron sus primos lejanos y los más cercanos. Su padre
era empresario y podía permitirse el desembolso económico que implicaba una
celebración por todo lo alto, buscando siempre la intención de destacar delante
de los vecinos del pueblo. El vestido terminó adaptando a su cuerpo como un anillo
hecho a medida, pero llegó a pensar que debía de estar horrenda con él, porque
con cada regalo que abría, recibía las miradas burlonas e irónicas de los
invitados, que no encajaban en el contexto inocente del momento.
Por la noche, cuando el ajetreo había terminado y su madre la besó para
darle la última felicitación, le confesó que el vestido había sido una colcha,
que fue lo que pudo conservar de un piso que tenían a las afuera de la ciudad,
que terminaron vendiendo, debido a los conflictos con su padre al que acusaba
de estar alejándose de la familia por pasar demasiado tiempo en esos noventa y
dos metros cuadrados.
Años más tarde, se enteró de que su padre había sido un mujeriego y que sus
escarceos amorosos los consumaba en aquel piso del que le habló su madre cuando
tenía diez años. Ahora que ve el vestido arrugado en el fondo del ropero
entiende que, infidelidad e inocencia, no deben de estar cosidas en la misma
tela.
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