El decorado
Mi vecino ha
puesto una cortina con luces de colores colgando en su ventana. Es enorme y cubre
la pared de un extremo a otro. Mi otro vecino, el que está en la esquina, tiene
un Papá Noel en un trineo asomado en la azotea. El muñeco parece que te mira y
que te quiere decir algo con su mano levantada hacia el cielo. En la puerta del
supermercado hay un árbol, tan grande, que tienes que apartar las bolas con
forma de corazón para poder entrar. En el centro de la acera te encuentras con
una estructura plateada, llena de flores rojas y con regalos brillantes. La
calle, da igual por donde pasees, parece el escenario de un musical. La Navidad
se ha convertido en una competencia de colores y decorados, como si existiera
una proporción directa entre la felicidad y el dorado navideño.
Ayer, mientras
mordía un polvorón, pensaba que a la Navidad hay que echarle el diente con
ganas para poder digerirla. A veces te gusta más. Otras veces, por el peso que
sientes dentro de ti, las toleras un poco menos. Pero siempre hay que probarla,
porque si no es un decorado brillante con el que te encuentras, es una cena a
la que tienes que ir y que te recuerda que estos días son para saborearlos de
otra manera al del resto del año. Son fechas extrañas y, con los años, la
ilusión va menguando. Y, aunque sea solo un poquito, hay que coger aquello que
te apetezca y te llene de alegría, porque si no es así, la vorágine navideña se
te puede atragantar.
Para mi gusto,
la cortina de luces de colores que ha puesto mi vecino es un poco exagerada,
pero supongo que él ha buscado su fórmula para saborear esta Navidad. Igual él
piensa, como muchos otros, que, cuantas más luces brillantes, mayor es la
alegría con la que pasas estos días de diciembre.
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