El epitafio

 

Las letras se atascan y no se juntan entre ellas para formar una frase. Las palabras bailan a su antojo y parece ser que son ellas las que mandan y las que se empeñan en marcar el ritmo.  Las emociones dominan y se paran delatante de ti para zarandearte, para traerte recuerdos o para hacerte sentir débil y sin fuerza.

Llevo días intentando encontrar un epitafio para mi padre. Las palabras, a las que siempre he recurrido en los momentos en los que me he sentido perdida, me dan la espalda y no me protegen. No hay nada que resuma a aquel hombre noble que, con trece años recién cumplidos, comenzó a vender frutas y verduras atravesando el barranco y mirando a la montaña para sentir cobijo en los momentos de miedo. El hombre que confiaba en la naturaleza y hablaba a los árboles para que la fruta creciera dulce y sabrosa.  Él, que sabía caminar por los campos, porque los cuidaba y los respetaba. Una manera de amar que entregó generosamente a tantas personas que quiso y a las que le ofreció su ayuda. Nunca se quejó, ni siquiera cuando su enfermedad se volvió caprichosa y demostró que la fortaleza es la mejor herramienta para sobrepasar las dificultades.

Me decía un amigo hace poco que esas ausencias las tendrás siempre. Está en lo cierto y es así, porque quien forjó tus valores nunca muere. La vida sigue y sigue su curso, dice ese tópico que tanto se repite y que tanto usamos en una conversación cuando queremos consolar y no sabemos qué decir. Algún día estas letras torpes se ordenarán y podré contándole tantas historias que se quedaron a medias aquella mañana en el que la vida dio un giro y rompió la cotidianidad. Debajo del naranjero de la finca, sentada la sobre piedra en la que él hacía planes mientras el jugo de la naranja chorreaba en sus manos, le escribiré cada tarde y le daré las gracias por tantas cosas que me enseñó hasta el último segundo en el que le sostuve su mano.

Comentarios