La grieta
Fernanda vivía sola después de
que su novio la dejara para siempre. Se amaron durante veinte años. Eran
felices viajando por el mundo y haciendo planes juntos, pero él, en aquel hotel
destartalado de París, le dijo que ya no sentía lo mismo y que lo mejor era
alejarse de ella. Con pocas palabras puso fin a la historia de amor que habían
vivido. Fernanda, por más que buscaba una explicación que la convenciera, no
era capaz de entender la decisión de su novio. Rota y decepcionada, optó por
cerrar su corazón. Empezó a vivir sin vivir.
Las primeras semanas no fueron
fáciles. Fernanda no se quitaba a su novio de la cabeza y creía verlo en cada
esquina que pisaba. Cuando salía de trabajar, se encerraba en su piso y allí
pasaba las tardes acompañada de su silencio. No hacía muchas cosas: unos días
se dedicaba a hacer postres que nunca probaba y otros días se entretenía con
programas basura que emitían en la tele. La mayoría de las veces se iba a
dormir pronto. Evitaba salir a la calle. Evitaba cualquier contacto con otras
personas. Rara vez quedaba con sus amigas para cenar, porque ella, no estaba
dispuesta a que golpearan nuevamente sus emociones.
Aquella mañana de febrero, Fernanda
llegó a la cola del supermercado con la misma desgana de siempre. Delante de ella,
un señor con cara de bonachón le habló del frío que estaba haciendo ese
invierno. A Fernanda se le atascaron las palabras y tembló como una hoja. Bajó
la cabeza delante del hombre y se marchó. Aquella voz había roto la rutina de
sus días. Salió del supermercado con una sensación extraña en su cuerpo,
parecía una adolescente. Mientras colocaba la compra en la cocina, se dio
cuenta de que en una grieta de la pared salía un ramillete de hojas verdes. Hasta
ese momento no se había fijado en esa esquina de su piso. Asombrada, se tocó su
corazón y sintió su ritmo acelerado. Con la voz del hombre bonachón retumbando
en sus oídos, susurró: voy a ser como la pared de mi cocina.
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