La chimenea

El hombre se sentó delante de la chimenea. Clavó sus ojos en la llama roja que salía de la leña ardiendo. La leña, que había sido parte del tronco de un árbol, se consumía con la misma rapidez que caía la lluvia en el exterior. La luz parpadeante atrapaba su atención.

Estaba cansado. Sus manos, con pequeños cortes del trabajo en el campo, reflejaban el esfuerzo que había hecho apartando la leña. El dedo meñique sangraba. Pasó su lengua húmeda por la herida roja, tan roja como la llama que iluminaba la habitación. La saliva calmó el latido que sentía. Por un momento pensó que el fuego también salía por aquella pequeña ranura de su piel. Un dolor insignificante, que latía con la misma intensidad que los troncos al arder, como si el fuego fuera un sinónimo de dolor. El chirrido de la madera empezó a relajarlo y se quedó dormido. Cuando se despertó los troncos ya eran cenizas y el dolor de su dedo había desaparecido. “Así de fugaz es la vida”, pensaba mientras tiraba las cenizas a la basura. La tarde había pasado sin darse cuenta.


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