Momentos mágicos
Empezaban
las vacaciones de Navidad, como ocurre ahora y como ha sucedido siempre. Las
voces de los niños de San Idelfonso se escuchaban en la televisión del salón de
mi casa. Mi madre partía almendras para hacer un mazapán. Se respiraba un olor
diferente en el ambiente. Era el preludio a comilonas, a la mesa larga
preparada en el pasillo para la Nochenueva y a ilusiones en forma de
regalos. Mi padre, en su sillón de escay, anotaba los premios que iban dando
aquellos niños y niñas con voces temblorosas. La esperanza estaba en una
combinación de cinco números. Mi padre resoplaba cuando cantaban un premio y no
coincidía con los décimos que sostenía en la mano y que había comprado con el
deseo de aliviar el futuro de todos nosotros. La Navidad había empezado.
Por la tarde, cuando aún quedaba esperanza, mi
padre entraba en la cocina con la edición especial del periódico, donde en una
hoja de cuatro por cuatro, venía el listado de los reintegros y las
terminaciones de los números ganadores. La hoja la extendía con el dorso de su
mano sobre la mesa y a su derecha colocaba una hilera con los décimos,
ordenados de menor a mayor para visualizarlos con paciencia. Los comprobaba
varias veces, porque, aunque casi tenía memorizados los premios del sorteo,
hasta el último momento creía que la suerte escondía alguna sorpresa para él.
En el otro extremo de la mesa, yo iba recogiendo los décimos que no servían y
los partía por la mitad mientras mi madre decía desde el muro de la cocina: “al
menos tenemos salud”. Mis manos pequeñas y regordetas hacían una bola con los
trozos inservibles sin saber qué hubiese pasado si, además de salud, se hubiese
cumplido el deseo de mi padre. A los pocos días siempre llegaba alguien a mi
casa diciendo que, a tal o cual vecino, le había tocado un buen pellizco. «Contra,
ya se salvó» gritaba mi padre abriendo los ojos como platos, impulsado por la
alegría. Y los días de fiestas transcurrían siempre con buenas noticias y con
sorpresas.
Hay situaciones que se repiten: los más pequeños
se quedan sin clases, hay luces de colores trepando por las farolas y en la
cartera guardas algún décimo de lotería a la espera de un toque de la diosa
fortuna. Pero en tu interior tienes diminutas fisuras que se han hecho con los
años y, cuando sales a la calle, disimulas una sonrisa delante del decorado
navideño que está en la plaza para espantar ese recuerdo inocente de la niñez
donde todo era perfecto y ponías todas tus expectativas en momentos mágicos. La
Navidad siempre ha sido un potenciador de emociones que desbarata por unos días
nuestra normalidad. Unas veces inocentes. Otras veces apretando los puños para estar bien.
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