Para siempre
Era una chiquilla cuando empecé a
trabajar en la tienda de mis padres. Allí vendíamos de todo: desde un cachorro,
hasta las papas que cultivaba Panchito en sus tierras. Yo era una cabraloca y paliqueaba
con los clientes sin problema. Lo que más me gustaba era doblar las ropas que
compraban los hombres y mujeres del pueblo. Cuando me aburría, escondía los
duros dentro de un zagalejo para que mi padre se chiflara buscándolos. Mi madre
siempre estaba enroñada conmigo porque decía que era una gandula y que nunca
cogería fundamento.
Fue allí, en la tienda, en ese
mayo del 78, cuando conocí a mi marido. Se celebraban las fiestas y él entró
buscando una mantilla canaria para su abuela. Venía emperchado. Alto, con los
cachetes colorados y la nagüeta almidonada por debajo del calzón. Francisco me
sonrió y tuve que bajar la vista hasta sus polainas para disimular la sacudida de
mi corazón. Compró la mantilla canaria
para su abuela y unos pololos que había colocado esa misma mañana sobre el
mostrador. Mientras le daba el cartucho con la compra, me dijo que quería
volver a verme. Yo me trinqué y no me salió ni una palabra.
Me invitó al tenderete que se
celebraba en la plaza. Estrené un refajo y un justillo canelo que me quedaba arrequintado.
La falda calada me la prestó mi madre. Él se puso una montera negra que lo
hacía más alto. Estaba desinquieto. En un rincón asocado bailamos la isa que
tocaba la parranda. El macizo de Amurga nos miraba de lejos. Esa noche no me
dio un boquinazo porque la chaflameja del pueblo no nos quitaba los ojos de
encima. Pero cogió la matraquilla de venir todos los días a la tienda y, antes
de terminar zafra, me pidió matrimonio. Hicimos un belingo para los clientes y
los familiares. Francisco estaba privado y tocó el timple a la salida de la
iglesia, mientras en el cielo explotaban los voladores. Un primo de mi madre se
encargó del banquete y mató dos cochinos para que se jartaran los invitados.
Hace tres años que Francisco perdió
el tino de un día para otro y se le borraron los recuerdos. La vida nos pegó una
estampida. Algunas tardes, cuando le doy el plátano con gofio para merendar, me
pongo el refajo y el justillo canelo que estrené el primer día que salimos
juntos. Él me dice guayaba y empieza a entonar una folía. El médico no se cree
que pueda cantar. Él lleva el ritmo dentro y lo que se ama no se olvida. Para
él sigo siendo aquella chiquilla de la que se enamoró cuando fue a comprar la
mantilla canaria para su abuela.
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