La ropa tendida

 

Siempre me ha resultado curioso la ropa tendida en la ventana de las casas. La imagen hace especial los lugares que visitas. La gente cuelga sus intimidades sin importarles que adivines por una pieza de ropa a qué se dedican o que sepas cuál es su color preferido. En mitad de una calle estrecha con fachadas con ecos celtas puedes encontrarte una ventana de la que cuelga una camisa roja. En esa misma ventana una señora con el pelo blanco te hace señas para que la escuches. Ella te habla de las meigas con tanta naturalidad, que dudas si lo que tienes delante de tus ojos es la escenografía de una obra de teatro o es la realidad que vives en ese momento.

Hay pueblos tan bellos que resulta difícil definir la belleza que te regalan. Pueblos que te ofrecen la sencillez de la vida desde que te asomas a uno de sus miradores. El mar que se une con el río y cientos de casas construidas con piedras, colocadas en orden una detrás de otra, para mantener el equilibrio de la naturaleza. El verde siempre presente, en un tono perfecto. Un puente gigante que te lleva de un extremo a otro, como si te trasportara a una nueva vida. Ese pueblo que una vez tocaste con el dedo en un mapa y en el que has llegado para sentarte en unas de sus terrazas y saborear unas zamburiñas mientras unos turistas son bendecidos por el sol del mes de abril. Y el silencio que es otro silencio, porque siempre escuchas en él un pasado, una historia de lo que fue y de lo que hubo.

Los lugares por los que pasas siempre te dejan una marca en tu interior. El deseo de volver a visitarlos o el sueño de descubrir otros que te ofrezcan nuevas sensaciones. Comprobar los secretos de una cultura diferente y saber que, a miles de kilómetros de tu casa, otras personas caminan sobre adoquines medievales o cosen redes en el puerto para ganarse el sustento. Y mirar con sorpresa la ropa tendida en la ventana de las casas.

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