El perro
Afuera hay un perro que ladra.
Hace un rato me miró a los ojos y, con esa naturalidad con la que miran los
animales, quiso decirme algo. Los animales saben lo que te pasa sin que tú se
lo digas. Este es muy sabio y te hace sentir insignificante porque te das
cuenta de que él adivina si estás triste o si te ha pasado algo importante. Tiene
el pelo del color de las dunas y unos ojos brillantes, como las tardes largas
de verano. No para de ladrar. Cuando crees que se ha callado, vuelve a ladrar
otra vez. Su dueño está trabajando y el perro se ha quedado solo hasta que él regrese.
Hubo un tiempo en el que no me
gustaban los perros. Veía uno por la acera y salía corriendo, con la velocidad que
me permitían mis pequeños pies, para huir de él. Una vez, con doce años, me
encontré con un perro a la salida del colegio. Iba sola y no supe defenderme. Empecé
a temblar y me quedé bloqueada en el sitio en el que estaba. Yo gritaba y el
perro ladraba. Hasta que una vecina escuchó mis gritos y me llevó hasta mi
casa. Tardé varias horas en recuperarme del susto y, cada vez que salía a la
calle, creía que iba a encontrarme con un perro y que me haría algo malo.
Parece que ese miedo no fue mío. Este
perro me mira y tiene algo especial que hace que lo quieras. Es bondad y es puro. Qué lejos quedan algunos
miedos y qué poco sentido tienen cuando te encuentras con unos ojos que te
regalan tantas sensaciones a cambio de nada. El perro se tira en el suelo y se
revuelca, mientras espera a su dueño. Su presencia rompe el ritmo angustioso de
las preocupaciones. El cariño que siento al verlo ha borrado ese miedo
infantil.
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