La higuera
La mujer cogió el cepillo para barrer el patio. El suelo estaba lleno de las hojas secas de la higuera. La higuera protegía del calor en verano, pero, cuando no tenía fruto, parecía un esqueleto en mitad del patio. Estaba pensado en quitarla. La mayoría de las veces terminaba tirando los racimos porque los picoteaban los mirlos. La había mantenido porque en la higuera latía el recuerdo su marido. Él fue el que la plantó y el que pasaba horas a su alrededor mimándola. Ya había hablado con su vecino para que la ayudara a arrancarla. Él mismo le dijo que hay cosas que pierden valor con el paso del tiempo. Ella, al oír el comentario de su vecino, sintió que las células se le desgarraban por dentro.
Todos los domingos le llama su hijo por teléfono.
Lleva haciéndolo desde que se marchó a vivir con su novia. Hoy es domingo. Pero
hoy no la llamará. Ni lo hizo el domingo pasado. Él está liado con su nuevo
trabajo y no encuentra un hueco libre para ella. La mujer se había preparado
para esa soledad, pero se ha dado cuenta de que ninguna preparación es
suficiente. El viento de esa mañana empuja las hojas de un lado para otro,
impidiéndole barrer con tranquilidad. Cansada, entra su casa, y allí se queda
iluminada por un rayo de luz que llega hasta el salón. Desde la ventana
comprueba la ligereza con la que el viento arrastra por los aires lo que ella
no pudo limpiar. Se sacude el delantal para quitar algunas hojas que se
quedaron clavadas en la tela. Las aprieta en sus manos y, el ruido que hacen al
crujir, retumba en las paredes vacías de la casa. Será un ruido que dejará de
acompañarla cuando arranque para siempre el recuerdo de su marido del patio.
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