Las empanadas de atún

 

Los sábados hacía empanada de atún para almorzar. Extendía la masa con sus cinco dedos y, con la misma paciencia con la que se espera la lluvia en invierno, colocaba los ingredientes. Primero el tomate, luego la cebolla frita y, por último, el atún desmenuzado. Mientras la empanada se cocinaba en el horno, preparaba la mesa, colocando los platos como los colocan en un restaurante de lujo. Desde la puerta de la cocina nos avisaba cuando la empanada estaba hecha. Se reía de mí porque me chupaba los dedos y me comía hasta el último trozo de atún. Cuando terminábamos, nosotros nos tumbamos en el sofá a ver la tele y ella seguía poniendo lavadoras, ordenando los roperos y limpiando la casa. Nunca se cansaba.

Nos conocimos en una de esas fiestas de fin curso. Ella era dos años más pequeña que yo. La llamaban la rubia del instituto. La melena hasta los hombros, los ojos redondos como el sol y la piel clara. Yo tenía acné y ya me había salido la pelusilla sobre el labio superior. Mis amigos hicimos una apuesta a ver quién era capaz de liarse con la rubia. La apuesta la gané yo. Le aparté el pendiente que colgaba de su lóbulo derecho para decirle que me gustaba y que quería pasar el resto de mi vida a su lado. Dio un grito de alegría, que rebotó en las paredes del patio del instituto. Los que estaban a nuestro lado nos miraron de arriba abajo. Ella era así: espontánea y decidida. Olía a naranja fresca, como siempre olía. Después de esa fiesta de fin de curso fuimos inseparables. La primera noche que pasamos juntos se quedó dormida acariciando los rizos del vello de mi pecho.

Ayer me preguntaste por las empanadas de atún que comíamos todos los sábados para almorzar. Aún eres muy pequeño para darte cuenta de que mamá no volverá. Y por mucho que lo intente, jamás haré las empanadas de atún como ella las hacía.

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