La ilusión

Los míos bajaban por la montaña de Amurga, bebían leche de vaca y dormían con calcetines de lana. Vivían en una cabaña de madera en la que había una chimenea de la que salía humo blanco. Comían verduras asadas que cultivaban ellos mismos en un huerto que tenían en la parte trasera de la cabaña. Los tres eran hermanos y el mayor de todos era Melchor. Nunca se quitaban la capa de terciopelo y se bañaban una vez a la semana con un gel que olía a naranjas. Mi imaginación me permitía crearlos a mi antojo.

En mi casa dejaban los regalos en el hueco de la escalera. A mí me parecía que en el hueco no había espacio suficiente para los zapatos de mi familia, las galletas que le dejábamos para que se las comieran, los regalos, los camellos y ellos. Pero mis padres me decían que cabían sin problemas. Y yo lo creías, porque la magia de esos días borraba la lógica de cualquier argumento. Estas navidades he subido y bajado por esas escaleras ciento de veces y, qué cosas las medidas que tiene la vida, el hueco que antes me parecía pequeño, ahora lo veo inmenso. Eso sí: sigo mirando a la montaña de Amurga. Ellos bajan por allí, sin hacer ruido y sin levantar polvareda. Y, los más pequeños, se dormirán esta noche sintiendo el hormigueo en la barriga y mirando hacia la cima de esa montaña. En mitad de ese risco está la ilusión. Y todos, de vez en cuando, necesitamos verla para encontrar el impulso de los días.

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