Noviembre atípico

 

 

Noviembre es el preludio de una fiesta a la que todos estamos invitados. Siempre ha sido así. Desde que éramos pequeños y nos decían que teníamos que portarnos bien porque los reyes ya empezaban a analizar nuestros actos, y eran ellos los que cumplirían nuestros sueños. Y lo hacíamos, porque creíamos en esa magia y confiábamos que lo que iba a suceder siempre sería para bien. Pedíamos lo imposible, porque los niños no le ponen un techo a los límites y nada malo puede ocurrir.
Mis amigas iban calentando los motores de la imaginación desde mitad de noviembre: que si quiero esto, que si me gustaría lo otro. El patio de mi colegio daba hacia una montaña y, con esa fuerza de la inocencia para hacer realidad lo que nos proponíamos, mirábamos a la cima para gritar alto nuestros deseos.  Allí, en la montaña, alguien iba tomando nota de nuestros propósitos. Nunca fallaba. Vivíamos en un mundo que sentíamos agradable.
En el centro comercial han puesto un árbol gigantesco, que parece que no encaja en este año atípico. Cuando me encontré de frente con él hace unos días, resonaron todas mis emociones. Justo pasaba a mi lado una madre con su hija de la mano. Una niña que no entiende por qué nos han quitado un poco de libertad. La niña no puede gritar sus sueños en alto porque tiene que ir con un trapo en la boca. Como vamos todos y como tenemos que hacerlo hasta saber cuándo. Ha cambiado tanto en tan poco tiempo. Y lo que queda, porque todavía vamos a tientas por las calles porque no sabemos si un bicho invisible nos acecha en la esquina. Los que fuimos niños y ahora somos adultos tenemos un único deseo: que el entorno, que está patas arribas y revuelto, vuelva a ser agradable, como cuando éramos pequeños y desde mitad de noviembre proyectábamos nuestros sueños en un mundo que creíamos perfecto.

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